Prefacio
En la época en que me ha tocado vivir, los gobiernos han suplantado a las personas. También han tomado el lugar de Dios. Hablan por las personas, sueñan por ellas y, absurdamente, determinan sus vidas y sus muertes.
Esta nueva idolatría del gobierno es uno de los temas de este libro. Es una idolatría que no comparto. No siento ninguna reverencia por el rostro todopoderoso y confuso de los gobiernos. Lo veo como una restricción al ser humano y como un saqueo terminal de su derecho natural – la supervivencia de su prole. Lo veo como un ogro con desesperación en los ojos.
En este libro he escrito mayormente sobre un gobierno – el del nuevo Estado judío de Israel. Lo escribí, en parte porque soy judío. Provengo de una larga línea, nunca interrumpida, de judíos. Mis antepasados, expulsados de unos cuantos países, fueron difamados y satanizados desde los tiempos de Ahab y Jezabel.
Sin embargo, se las arreglaron bien deambulando por el mundo durante esos siglos. Mantuvieron encendida una sincera luz humana en medio de alzamientos que derrocaron viejos reinados y dieron lugar a otros nuevos.
Los reinados les fueron extraños a mis antepasados. En el alma del judío, en su tabernáculo y en su cocina, existió un sólo reino – el de Dios. Hubo un sólo conjunto de leyes – el del ejercicio de lo humanitario.
¿Qué sucedió con esta noble herencia cuando, finalmente, los judíos se hicieron un gobierno propio; qué les sucedió a los judíos cuando se hicieron políticos judíos; qué pasó con esa piedad, con el sentido del honor y el amor fraternos que 2.500 años de antisemitismo no consiguieron turbar en el alma judía? Mis respuestas están en este libro.
No me resultó sencillo escribir un libro así. El corazón de un judío debe estar colmado tanto de asombro como de indignación cuando hace suyas las palabras de Próspero en La Tempestad:
“Os ruego; atended mis palabras: ¡que un hermano pueda ser tan pérfido!”
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