lunes, 20 de abril de 2015

Flor de durazno


FLOR DE DURAZNO
Autor: WAST, Hugo

Prólogo de la primera edición


Mi casita está situada en el cruce de dos caminos.
Por el uno, que va de San Esteban a Capilla del Monte, pasan las polvorosas cabalgatas de las gentes alegres.
El otro, ancho, melancólico y de costumbre solitario, lleva pausadamente al blanco cementerio, tendido en una loma pedregosa y estéril, donde sólo crece el tomillo.
Desde mi galería diviso la quieta mansión.
Estamos en abril y tengo el presentimiento de que antes de acabar este invierno daré mi último paseo por ese camino abandonado.
Mis huesos aristocráticos irán a dormir confundidos, sin repugnancias, con los huesos anónimos de los pobres paisanos que allí descansan de sus largas fatigas.
Es tiempo y no me quejo. Cuando supe que estaba sentenciado, deseé vivir hasta escribir mi libro. Está concluido ya y puede la eterna sombra caer sobre mí.
Variando apenas los nombres, cuento una verdadera historia, algunos de cuyos protagonistas andan vivos.
Camino del cementerio he visto hoy pasar a uno de ellos, al más duro, al que lleva en sí todo el sufrimiento de los que abandonaron su parte, por haberse ido a descansar antes de la noche.
Una niñita rubia le sirve de lazarillo, porque es ciego.
Casi todos los días hace la misma jornada, y algunas veces nos hemos cruzado en la senda.
Su oído aguzado siente crujir las arenillas bajo mi paso, y sin que la niña se lo advierta, él sabe quién es el extraño paseante.
—Buenas tardes, señor —me dice tocando el ala del sombrero.
—Buenas tardes, don Germán —le contesto.
Un día nos encontramos dentro del recinto del cementerio cerrado por una sencilla "pilca" de piedra.
Lo vi arrodillarse ante una humilde tumba, y sentí la voz cristalina de la niña que hacía coro.
— ¡Por abuelita muerta! Padre nuestro que estás en los cielos.
Y la voz áspera del viejo que contestaba:
—El pan nuestro de cada día dánosle hoy.
Después rezó la niña:
— ¡Por mamá muerta! Padre nuestro que estás en las cielos —y
respondió el viejo, y tornó la niña a decir: —por abuelito vivo: Padre
nuestro.
Cuando supe su historia, me vino la idea de este libro.
He deseado la vida sólo para concluirlo, por llevarme del mundo cuando me presente al tribunal de Dios, entre mis innumerables días estériles, unas pocas horas fecundas, que depondrán en mi favor.
Lo he escrito como quien hace un testamento, con el pensamiento en Dios y sin temor a los vivos.
¿Habrá quién se hiera con él? No sé, ni lo sabré.
Se publicará cuando yo duerma ya en el tranquilo cementerio que visito en los días de sol.
Y si las almas de los muertos se mezclan en las cosas de la vida, mi alma se alegrará, cuando en el corazón de uno solo de los que me lean, brote esa rara flor de la simpatía hacia los dolores ignorados de las gentes humildes.

H. W.
Abril 30 de 1910.

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